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Archivos mensuales: septiembre 2018

Mis Vivencias en el México 68′ Primera parte

30 Domingo Sep 2018

Posted by Francisco Correa Villalobos in CRISIS EN CURSO

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La lectura de Mis Vivencias en el México 68’ nos trae recuerdos imborrables y despierta memorias sepultadas por nuevas experiencias a muchos de los jóvenes de entonces que hicimos carrera en el Servicio Exterior Mexicano.

Lo que había comenzado como una mera protesta contra la brutalidad de la policía y la impunidad de sus superiores, rápidamente se convirtió en una demanda masiva de libertades políticas, como no se había visto en un México paciente ante un régimen que, pocos años antes, había sido públicamente calificado por un notable priísta de la época, Manuel Moreno Sánchez, como una oligarquía.

Atrás se estaba quedando la época del desarrollo estabilizador y las posibilidades de ascenso social para una juventud más numerosa de la de fines de los años cuarenta y los cincuenta que, además, tenía ante sí un sistema político cada vez más cerrado, autoritario y represor, como se había demostrado con los movimientos ferrocarrilero, de maestros y campesino.  

Tres años antes del 68’ yo había ingresado al Servicio Exterior como asesor del Embajador Jorge Castañeda y dos años después, don Daniel Cosío Villegas pidió al entonces Secretario Antonio Carrillo Flores, sin que yo lo supiera, que la Secretaría me comisionara a un seminario de investigación en El Colegio de México. Como debía trabajar con los archivos de la SRE, me asignaron un cubículo en el casi desierto piso 12 de Tlatelolco.

Compartía plenamente el torbellino de indignación que levantaba a los jóvenes y asistí a todas las marchas que, al día siguiente, nos hacían preguntarnos ¿y ahora qué? Cada marcha era más numerosa que la anterior, pero la espontaneidad del movimiento y la caótica dirección colectiva impedían tener una idea del camino que seguiría el movimiento y mucho menos de su objetivo u objetivos últimos, como no fuera la destitución de algunos funcionarios menores.

El Colegio de México se incorporó al movimiento con opiniones divididas, hasta que un cobarde ataque por grupos gubernamentales destruyó con ametralladoras las vidrieras de la biblioteca, perforó el sillón de su presidente, Víctor L.Urquidi, y galvanizó a la casi totalidad de sus estudiantes, profesores e investigadores. Se nombraron representantes al Consejo Nacional de Huelga y se suspendieron las actividades. Ello no impidió que algunos directivos, temerosos ante la absoluta vulnerabilidad presupuestal de una pequeña institución como el Colegio, trataran de atemperar su participación en el movimiento.

El miércoles 2 de octubre de 1968, temprano por la tarde, tomé mi cámara y fui al Casco de Santo Tomás que días antes había sido ocupado por el ejército. Después de tomar unas fotos -que se perdieron en alguna de mis múltiples mudanzas- fui a la SRE para tomar fotos de la concentración. Fui a mi cubículo en el piso 12, pero la iglesia de Santiago Tlatelolco me obstruía totalmente la vista. Subí luego a mi antigua oficina en el piso 16, pero buena parte de la plaza quedaba oculta. Decidí entonces ir directamente a la plaza, pero antes pasé a mi departamento en el edificio Chiapas, entrada B para dejar la cámara. Los estudiantes desconfiaban, con razón, de cualquier camarógrafo que de inmediato creían que era un agente de la Federal de Seguridad.

Mi esposa no estaba y supuse que estaría ya en la plaza. Llegué y me coloqué al final de los escalones de la placa de la plaza justo abajo del balcón donde estaban los oradores. Era imposible que pudiera encontrar a mi esposa en aquella multitud.

Apenas transcurrida media hora, sentí por detrás el empujón de una pareja que corría, al tiempo que el orador pedía calma a la gente, pero la corretiza se generalizó rápidamente. Bajé los escalones y atravesé el edificio Chihuahua por el área de los elevadores, tomé un corredor y segundos después comenzaron a escucharse disparos aislados para luego convertirse en un fuego cerrado y generalizado Cuando llegué a mi edificio noté que había un individuo en cada entrada y que el que estaba en la B no era vecino: era un agente que apenas podía disimular su cara de estupefacción.

Subí a mi departamento y pude darme cuenta que varios estudiantes se habían refugiado en el departamento de al lado, donde vivía la madre de Argentina, novia de Lorenzo Meyer, Marisela, novia del poeta Enrique Rojo y Mireya Terán Munguía, junto con las dos primeras.

La balacera no parecía tener fin y mi angustia crecía porque mi esposa no aparecía. El ruido de los disparos rebotaba entre los numerosos edificios y yo no sabía si la refriega se extendía frente al mío, porque no podía asomarme a la ventana sin correr el riesgo, creía yo, que una bala atravesara las delgadas y frágiles paredes del edificio.

Alrededor de las diez de la noche, una vecina tocó a mi puerta para decirme que mi esposa le había llamado por teléfono -nosotros no lo teníamos- para avisarme que estaba en el edificio Querétaro, refugiada en un departamento, y que les  habían dado permiso de salir. Cuando nos encontramos ella estaba temblando: las escaleras estaban resbaladizas por la sangre.

Al día siguiente, jardines, corredores y entradas estaban vigiladas por soldados y corría el rumor de un cateo departamento por departamento buscando estudiantes escondidos y literatura subversiva.  Reuní rápidamente una amplia colección de declaraciones, comunicados, convocatorias, boletines, dibujos, etc., que había recogido de las múltiples brigadas estudiantiles en los meses que duró el movimiento y, en un descuido del vigilante, la puse en la basura.  Ese mismo día, por la tarde, dejamos nuestra perrita con unos vecinos y salimos a Monterrey.

Francisco Correa Villalobos,

Embajador de México en retiro

 

Mis Vivencias en el México 68´

Primera Parte

 por Enrique Romero Cuevas,

Embajador de México en retiro

A MODO DE INTRODUCCIÓN.- Quiero dejar claramente asentado que estas letras no pretenden bajo ninguna circunstancia constituirse en un análisis de corte académico ni de rigor científico respecto de los acontecimientos y circunstancias que rodearon las dolorosas experiencias y lecciones que a muchos entonces jóvenes nos dejaron la cerrazón de un régimen político que mostró haberse anquilosado en el uso y abuso del poder en un México posrevolucionario que, en mi opinión, vio así el final trágico de una Revolución Mexicana que renunció a sus postulados justiciero iniciales al mimetizarse con sus antiguos adversarios, de quienes aprendió el disfrute de las riquezas, generalmente mal habidas. Mi intención es fundamentalmente plasmar en papel los recuerdos siempre presentes de mis vivencias personales en una etapa que marcó dolorosamente el rumbo de México, pero que desencadenó un muy largo y lento proceso de democratización, que apenas el 1º. de julio reciente ha abierto finalmente sus puertas por vía democrática a un gobierno progresista y de izquierda.

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Gracias a las buenas calificaciones que obtuve en mis tres años de preparatoria, en el turno vespertino del plantel Coyoacán (Prepa 6) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), pues ya trabajaba para, al menos, no ser una carga total para mi madre, en 1968 ingresé mediante el sistema de pase automático a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPS) de la misma UNAM, para cursar el primer semestre de la licenciatura en Relaciones Internacionales. Recuerdo que desde el mismo mes de enero de ese año el mundo presenció acontecimientos que apuntaban a convertirlo en uno mucho más complicado de lo usual.

Me tomo ahora la libertad de hacer una larga digresión. En el sudeste asiático, la guerra en Vietnam se incrementaba día con día. De las lecturas de la sección internacional del diario El Día, que para mí era indispensable leer cada mañana, pues lo consideraba una buena fuente de información fidedigna y equilibrada, aprendí como ese pueblo contaba con una muy larga lucha por su derecho inalienable a la autodeterminación; durante siglos debieron combatir a la China imperial, que los atacaba, los invadía, los sojuzgaba por muchos años, pero la gente vietnamita (o como en esas épocas se autodenominara) comenzaba a hacer resistencia y terminaba expulsando al invasor, solo para que décadas después se repitiera el proceso de invasión/resistencia/sometimiento/nueva independencia.

Luego vinieron los franceses, que haciendo uso de una enorme crueldad y tras varias décadas de resistencia de los pueblos autóctonos, terminaron conquistando todo su territorio, lo mismo que el de Laos y Camboya, e instauraron una monarquía títere que solamente cumplía las órdenes de sus amos franceses, que como era lógico se sentían superiores a los pueblos indochinos y pese al mucho tiempo de dominio, ni siquiera intentaron entender sus culturas, pues su único objetivo era explotar los recursos naturales. Fue en esa etapa que surgió, entre los numerosos movimientos de protesta anticolonial, la figura de quien habría de ser finalmente conocido como Ho Chi Minh. Exiliado por los franceses y habiendo recorrido medio mundo, estuvo en Francia durante la conferencia de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial, y firmó junto a otros líderes indochinos una carta al presidente Woodrow Wilson pidiéndole cumplir las promesas contenidas en la Carta de la Sociedad de Naciones, primera organización cuya meta fue la preservación de la paz, pero a la que el congreso de Estados Unidos rechazó adherirse.

La colonia perduró hasta la segunda guerra mundial, cuando el imperio japonés invadió y dominó los territorios, dejando que una administración francesa (el régimen de Vichy, colaborador del Eje en los escenarios bélicos europeos y asiáticos) siguiera dirigiendo el día a día. Ho Chi Minh regresó a su patria durante la ocupación japonesa y organizó grupos de resistencia (el Viet Minh) y, tras la capitulación japonesa, luego del holocausto en Hiroshima y Nagasaki, continuó el combate contra las autoridades coloniales (que, como dato curioso, inicialmente fueron tropas inglesas, pues los franceses aún se recuperaban de la ocupación nazi),  fortaleciendo el sentimiento nacionalista, también alentado por las promesas del presidente Roosevelt de otorgar la independencia a los pueblos colonizados. El Viet Minh avanzó lentamente liberando y dominando la porción norte del territorio.

El presidente estadounidense Harry S. Truman, feroz anticomunista, hizo a un lado las promesas de Roosevelt y las sustituyó con la doctrina de la Contención del comunismo y dio nuevos pasos para la ampliación de la Guerra Fría, cuyo primer evento destacado fue la guerra en Corea que, como se pretendió hacer en Vietnam, impuso la partición de un pueblo en dos países y dos sistemas políticos. Instigado por De Gaulle, inauguró la presencia estadounidense en ese conflicto, al otorgar financiamiento a Francia. Pese a ello, en 1954 con la batalla de Dien Bien Phu, las fuerzas vietnamitas comandadas por el general Vo Nguyen Giap, emboscaron y derrotaron a todo un cuerpo de ejército francés, con lo que se inició el fin del régimen colonial.

Vino después una etapa de negociaciones en las que la ONU logró, en la Conferencia de Ginebra, un compromiso de las grandes potencias, que estableció la independencia de Laos y Camboya, una separación temporal de Vietnam con gobiernos diferentes y la convocatoria a un referéndum de reunificación en un plazo de dos años. Sin embargo, Estados Unidos, absolutamente convencido de la Teoría del Dominó, de la victoria de Ho Chi Minh en un proceso democrático, teniendo enfrente la nueva amenaza de una URSS nuclear y una China gobernada por el partido comunista, manipuló a través de la naciente CIA y en 1955 apoyó la creación de la República de Vietnam a la que puso como primer presidente al católico (en un país mayormente budista, los católicos fueron generalmente los funcionarios locales del régimen colonial francés) Ngo Din Diem, previamente Primer Ministro del emperador Bao Dai, a quien derrocó, y que resultó un dictador, como tantos que Washington ha entronizado en muchas regiones del mundo. Diem les fue útil hasta 1963, fecha en que con anuencia del presidente Kennedy se promovió un golpe de Estado en cuyo contexto los militares lo asesinaron sin miramiento alguno.

Cuando el financiamiento al gobierno de la porción sur de Vietnam no resultó suficiente para detener el avance de los independentistas, el presidente Eisenhower pasó al envío de materiales bélicos y, poco tiempo después, a asignar asesores militares que no combatían. Luego, ya con Kennedy en la Casa Blanca, se incrementó exponencialmente el número de asesores y la cantidad de material bélico.

Lyndon Johnson, quien sucedió a Kennedy tras su asesinato en Dallas, pareció inicialmente proclive a no involucrarse más en Vietnam, pero luego ordenó una nueva escalada, consistente en la participación secreta de los 60 mil “asesores” en las acciones bélicas, usando barcos, aviones, helicópteros y otros equipos de última generación en apoyo al ejército del régimen de Vietnam del Sur. Esto finalmente condujo al muy conveniente y oportuno Incidente del golfo de Tonkín, en que un primer ataque por error de los independentistas, que fue lamentado y comunicado a Estados Unidos por el propio Ho Chi Minh, fue seguido por otro inventado por la CIA, lo que dio sustento a que se iniciaran los bombardeos de represalia al territorio norte de Vietnam y paralelamente, el envío de los primeros contingentes de tropas, algo así como 15 mil, que continuarían ascendiendo hasta llegar a más de medio millón de soldados, no solamente de EUA sino también de sus aliados (Corea del Sur, Tailandia, Australia, Nueva Zelanda, Filipinas, así como pequeños contingentes de Taiwán y España, todos ellos -con las excepciones australiana y neozelandesa, gobernados por regímenes que difícilmente podrían ser citados como ejemplo de democracia). Esto aumentó las atrocidades en el campo de batalla, donde los estadounidenses mataban o herían gravemente a más de mil no combatientes por semana, en promedio.

Con todos estos antecedentes, en enero de 1968 se produjo la denominada Ofensiva del Tet, año nuevo vietnamita, durante la cual los guerrilleros de las Fuerzas Populares de Liberación Nacional (FPLN, brazo militar del Frente Nacional de Liberación de Vietnam (FNLV), no Vietcong, contracción  despectiva usada por los estadounidenses para denominar a los luchadores independentistas), lograron poner en jaque a las tropas estadounidenses asentadas en el territorio sur de ese país,  dando un vuelco al curso de la guerra, a pesar de que su resultado inmediato fue la decisión estadounidense de realizar bombardeos indiscriminados al territorio norte de Vietnam, ampliarlos posteriormente a Laos y Camboya y recurrir a armamento de destrucción masiva e indiscriminada como las bombas de racimo y el uso generalizado de sustancias químicos (napalm y agente naranja como defoliante) con el fin de destruir la espesa maleza que protegía a los combatientes vietnamitas. A pesar de sus continuas derrotas y elevadas pérdidas humanas, su perseverancia minó poco a poco la confianza estadounidense en un triunfo militar y creó una terrible crisis social en Estados Unidos, que profundizó los enconos raciales y políticos.  No está por demás recordar que Vietnam sufrió un bombardeo que, en términos de tonelaje, superó al lanzado en toda Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Hasta aquí esta digresión, que justifico por su profundo impacto en el escenario mundial.

También en Asia, la Gran Revolución Cultural que impulsó a partir de 1966 Mao Tse Tung (luego Mao Zedong, por los cambios introducidos por la propia República Popular China) continuó expandiéndose y radicalizándose, con los guardias rojos que aumentaron su presencia en las calles para castigar a los presuntos traidores de los ideales revolucionarios, pues pretendían que el país se acercara paulatinamente a una economía de mercado, entre ellos Deng Xiaoping (antes Teng Hsiao Ping, cuya ideología parece haber prevalecido a fin de cuentas, si observamos que en 1976 recuperó el poder y comenzó a implantar las medidas que condujeron al modelo bastante exitoso que ha encumbrado a la actual República Popular de China). Fue la época en que a muchos viejos líderes antes reverenciados o temidos les ponían orejas de burro, cuando bien les iba, o se les purgaba con dureza llamándolos enemigos de las ideas del gran Mao o se les eliminaba físicamente. Momentos realmente difíciles, que vieron desaparecer literatura clásica china, incontables muestras del gran y milenario arte de esa vieja y duradera cultura y un sinnúmero de intelectuales y científicos, para no mencionar a los simples ciudadanos que desaparecieron sin dejar rastro. Todo debía ser conforme al Libro Rojo de Mao.

Asimismo, en Europa Oriental, el dirigente del Partido Comunista checoslovaco, Alexander Dubcek, inició un corto periodo en el que intentó liberalizar el régimen socialista (la primavera de Praga), experimento que tristemente tuvo un cruento final pocos meses después al ser aplastado por 200,000 tropas y 5,000 tanques del Pacto de Varsovia que ocuparon todo el país, pues la Nomenklatura soviética no podía permitirse ese tipo de ejercicios de democracia socialista (el socialismo de rostro humano).

En mayo, Francia fue escenario de un movimiento de estudiantes de izquierda, más o menos encabezados por Dani el Rojo (Daniel Cohn-Bendit), que lograron atraer la simpatía y solidaridad del movimiento obrero del país y de una mayoría de la ciudadanía, y que desembocó en una huelga general que paralizó a seis millones de trabajadores del país por varias semanas, complicó enormemente al gobierno del presidente Charles de Gaulle, que se vio amenazado por un presunto golpe de Estado orquestado por militares de extrema derecha. Ese movimiento estudiantil fue la inauguración de movimientos estudiantiles en todo el mundo que, por distintas causas, fuerzas y condiciones, cimbraron las estructuras políticas de países como la República Federal de Alemania, Suiza, España, Italia, Estados Unidos, Argentina y Uruguay y luego México.

Al mismo tiempo, Estados Unidos se encontraba en medio de una severa crisis, social, económica y de valores, que cimbró reiteradamente al país con disturbios de enorme violencia en el marco de protestas contra el racismo en la gran mayoría de las ciudades del país, a lo que se agregaron las revueltas estudiantiles contra la conscripción y la guerra en Vietnam en un sinnúmero de universidades a lo largo de todo el territorio estadounidense. Además, la lucha pacífica por los derechos civiles encabezada por el reverendo Martin Luther King, quien ese año fue previsiblemente asesinado, lo mismo que el activista musulmán Malcolm X. Luego, el asesinato del senador Robert Kennedy, precandidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, cuya desaparición física llevó a que se eligiera al vicepresidente de Johnson, Herbert Hubert Humphrey, haciendo de lado al más liberal y radicalmente opuesto a la guerra de Vietnam, Eugene McCarty, lo mismo que al moderado George McGovern, lo que dejó prácticamente el campo libre para que Richard Nixon (Tricky Dicky le apodaban) llegara a la presidencia de ese país.

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En ese contexto internacional, en México, el día 24 de julio dirigentes estudiantiles de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPS) declararon una huelga indefinida para denunciar las violentas agresiones que en los dos días anteriores lanzó la policía del Distrito Federal (DF), en especial el cuerpo de Granaderos, contra estudiantes de dos escuelas vocacionales del Politécnico y de una escuela Preparatoria incorporada al sistema de la UNAM, la Isaac Ochoterena, luego de que grupos de jóvenes de tales instituciones se enfrentaran en calles alrededor de La Ciudadela, por viejas rencillas y por instigación de grupos de pandilleros (porros, les decíamos ya entonces). Pero lo que se salió de lo común fue que los choques entre los estudiantes ya habían concluido y en su gran mayoría éstos habían retornado a las aulas, cuando el cuerpo de granaderos penetró en la Vocacional 5, donde golpeó a numerosos estudiantes.

A decir verdad, mi primera reacción a esa situación fue de indiferencia, pues siendo de reciente ingreso a la universidad, aún desconocía algunas de las duras realidades por las que atravesaba México y, si bien me enteré de los hechos en la asamblea que se convocó, no consideré en ese momento tener participación activa.

Supe que el día 26 se realizaría la tradicional manifestación que organizaba la izquierda mexicana para conmemorar el asalto al Cuartel Moncada, que como muchos sabemos habría de ser el inicio del proceso revolucionario en Cuba. Igualmente, no sentí el deseo de acudir a la manifestación, por lo que permanecí en la Facultad junto con la mayoría de los integrantes de nuestro grupo de Relaciones Internacionales. Sin embargo, solamente tuvimos una clase de las cuatro que debíamos haber recibido, así que el ocio y el aburrimiento nos abrumaron por largas horas, hasta que comenzaron a llegar noticias de lo que pasaba en el centro de la ciudad.

Aparentemente, estudiantes del IPN que realizaban su propia movilización de protesta por los incidentes con los granaderos, se unieron a la manifestación conmemorativa en el Hemiciclo a Juárez y juntos se dirigieron hacia la avenida Madero intentando llegar al Zócalo. Fueron atacados de inmediato por los granaderos, por lo que se generalizó una batalla campal. Los informantes nos comentaron que los granaderos habían atacado incluso a estudiantes de la Prepa 2 en San Ildefonso. Asimismo, se comentó que la tenebrosa Dirección Federal de Seguridad y el Servicio Secreto habían atacado la sede del Partido Comunista Mexicano, deteniendo a varios miembros.

En los días siguientes resultó evidente el agravamiento de la situación, pues las noticias mostraban que la represión aumentaba exponencialmente, destacando la intervención del ejército ya en la madrugada del 30 de julio, cuando fue claro que los granaderos no lograban controlar a los muchachos que pugnaban por entrar al Zócalo, que para el gobierno era “territorio vedado” para la protesta social. Las tropas incluso hicieron un disparo de bazuca que destrozó la puerta principal de la Preparatoria 1 que los estudiantes defendían valientemente, hasta que cayeron en manos de la tropa. De todo esto me enteré posteriormente pues la prensa muy poco decía y cuando lo hacía, tildaba de revoltosos a los estudiantes, sin intentar ninguna crítica ni siquiera velada de la brutalidad de la policía y el ejército.

*****

Ese 30 de julio, terminando nuestro día de trabajo en las oficinas del ISSSTE en la avenida Juárez, comentábamos que los autobuses que normalmente abordábamos para llegar a Ciudad Universitaria (C.U.) habían cancelado sus viajes, seguramente por órdenes del gobierno, que así dificultaba que los estudiantes se reuniesen en asambleas en sus respectivas facultades y escuelas. Ante tal situación, un compañero de oficina (cuyo nombre el tiempo me ha borrado) que también estudiaba en C.U., pero en la Escuela de Economía, sugirió que abordáramos el autobús que pasaba por la calle Bucareli y que llegaba al poblado de Copilco, atrás de Ciudad Universitaria. Me pareció buena idea; caminamos hasta El Caballito y bajamos hasta la calle General Prim.

Estuvimos esperando unos minutos y de pronto observamos que a un par de cuadras se producía un enfrentamiento de muchachos de la Vocacional 5 contra soldados y granaderos que habían ocupado sus instalaciones; infaustamente, tuvimos la pésima idea de acercarnos para observar el choque más de cerca y entramos a la última cuadra de General Prim, caminando hacia Tres Guerras. En cuestión de instantes, un destacamento de granaderos, con sus escudos, cascos y toletes, nos cerró el paso a esa calle y se encaminó hacia el grupo de curiosos -que eso éramos- lo que nos forzó a retroceder, pero, para nuestro susto, otro contingente de granaderos también obstruyó el retorno a Bucareli y se lanzó en contra nuestra, por lo que buscamos donde refugiarnos.

En esa época existía un negocio de estacionamiento de automóviles o tal vez taller de reparaciones, no lo recuerdo exactamente, pero había muchos vehículos y tratamos de escondernos entre los autos. Resultó en vano; sin miramiento alguno un granadero se lanzó contra mí y comenzó a golpearme con su tolete; le grité que no me golpeara pues no oponía resistencia y pareció calmarse momentáneamente. Pero casi de inmediato llegó otro granadero y pese a que me encontraba inerme me atizó varios golpes en la espalda y el hombro, por lo que perdí la vertical y caí al suelo. Llegó todavía un tercer granadero y entre los tres me patearon y garrotearon hasta que se aburrieron; yo solamente procuré, en lo posible, evitar que me lastimaran el rostro y nuevamente la cabeza. Me dijeron algo así como: ¡Órale pinche revoltoso, jálale! Me levantaron y en ese momento pensé ¡Si me agarran con estos libros, me refunden! Y sin que ellos lo notaran, dejé en el suelo Qué hacer, de Lenin y El Comunismo, de un autor ruso que creo se apellidaba Kniazeva. Libros que estaba leyendo para mi materia académica Introducción al Marxismo.

Me empujaron un buen tramo ya sobre Bucareli, por lo que pude ver que los granaderos, se solazaban golpeando a transeúntes y jóvenes estudiantes de una secundaria que estaba a tan solo unos pasos al sur de General Prim, quienes siendo del segundo turno estaban fuera del local esperando su hora de ingresar. Vi también soldados que, con la bayoneta calada, golpeaban a culatazo vil a la gente, sin importar que no intentaran oponerse al maltrato de que eran objeto de manera gratuita y que solamente tuvieron la desgracia, como yo y mi compañero, de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Finalmente, llegamos hasta una “julia” (era el nombre popular de las camionetas en que la policía trasladaba detenidos) y me ordenaron meterme; quise protestar, pero la amenaza del garrote me convenció y entré. Ya había varios jóvenes dentro y pude observar que hasta el fondo estaban dos chamacos con uniforme de secundaria, uno de los cuales se quejaba notoriamente de los golpes recibidos.

Estuvimos dentro por un tiempo para mí indeterminado; la cabeza me daba vueltas y pensaba como avisar a mi familia de mi “mala suerte”. Sin embargo, los granaderos y los soldados continuaron trayendo detenidos y pude notar que no éramos solamente jóvenes que tuviéramos pinta de estudiantes, sino también muchos obreros y oficinistas de traje y corbata. Llegó un momento en que la “julia” estaba tan llena que estábamos estampados unos sobre otros, como lata de sardinas; cerraron la puerta y finalmente arrancó el vehículo con rumbo desconocido. Mi compañero y yo nos preguntamos cual sería nuestro destino inmediato; por fortuna el viaje no fue demasiado largo, acaso unos 15 minutos. Nos detuvimos y los policías abrieron la puerta y nos ordenaron bajar. Molidos como íbamos después de la golpiza lo hicimos quejumbrosos y nos formaron. De pronto un policía le gritó a alguien que aún estaba dentro de la “julia”: ¡Ándale hijo de tu chingada madre, que crees que tengo todo el día, pendejo! Del interior salió una voz temblorosa y débil: ¡No puedo, me duele mucho! El policía metió medio cuerpo y dio un jalón tremendo; escuchamos un alarido de dolor y luego vimos como el maldito policía sacaba al chamaco de secundaria que habíamos visto hasta el fondo de la julia; cayó al suelo desvanecido. El policía iba a darle un golpe, pero otro que parecía de mayor rango le dijo espérate, algo le pasa a este chamaco. Llamaron a un oficial, quien vio inánime al pequeño y decidió que lo llevaran a la enfermería. Preguntamos a su compañero porque estaba así y nos dijo que un soldado lo había golpeado en la espalda con la culata. Ya no supimos nada de él.

Nos alinearon y nos metieron por varios pasillos y luego subimos varios tramos de escaleras. Alguno de los detenidos dijo que estábamos en Tlaxcoaque, donde se encontraba la jefatura de policía del DF. Llegamos a un espacio que asemejaba una sala de conferencias y nos ordenaron sentarnos y estar callados. Habría transcurrido más de una hora cuando me percaté que algunos de los detenidos se levantaban para solicitar usar los sanitarios, por lo que decidí hacer lo mismo. Me llevaron a unos servicios públicos en el mismo piso y me dispuse a solventar mi necesidad; de improviso, tuve la sensación de que alguien se aproximaba, volteé y efectivamente, el policía que me había conducido venía esgrimiendo su tolete. Lo único que se me ocurrió fue ponerme en guardia; el tipo sonrió y dijo ¡Ya vas! Y se salió.

Una vez hube concluido de lavarme las manos salí del sanitario al pasillo y me dirigí al salón donde estábamos; no me di cuenta que el agente policiaco estaba a unos pasos de distancia, recargado su brazo derecho sobre un pretil interior del ventanal y, al llegar donde estaba, giró velozmente y me clavó el tolete en el estómago, tan fuertemente que perdí el equilibrio y caí sin aliento y doliéndome; instantes después escuché una carcajada y me pregunté quién podía ser tan desgraciado para burlarse de esa forme del abuso del que yo acababa de ser objeto y él, de presenciar. Levanté la vista y pude ver al subjefe de la policía, Raúl Mendiolea Cerecero, cuya fotografía salía casi diariamente en los periódicos, que con un enorme puro en la boca pasaba a un metro de mí; como pude me puse de pie, negándome a ser objeto de su burla y regresé trabajosamente a mi asiento.

Fue evidente que la policía y el ejército estuvieron muy ocupados ese día, pues siguieron trayendo detenidos hasta que el salón quedó repleto. Ya atardecía cuando vinieron agentes vestidos de civil y dijeron que quienes no fueran estudiantes levantaran su mano; deben haber sido unas 20-25 personas que lo hicieron; se los llevaron a otra área. Luego, los agentes comenzaron a seleccionarnos por escuela de procedencia. La enorme mayoría eran de la Vocacional 5 o de otras vocacionales o escuelas superiores del IPN. Solamente quedamos tres sin clasificar: un joven claramente estudiante de medicina, por su ropa, mi compañero y yo, que nos identificamos como universitarios. Los agentes se regodearon al escuchar que yo era de Ciencias Políticas y que mi compañero era de Economía; deben haber pensado que éramos del grupo de “instigadores comunistas y antipatriotas”, pero nada sucedió.

Habiendo ya oscurecido, se nos dijo que íbamos a bajar a las instalaciones donde nos iban a tomar declaración numerosos agentes del Ministerio Público. Nuevamente nos formaron y bajamos a lo que me pareció era un anfiteatro. Ahí me llevaron ante un MP, quien me hizo las preguntas más inverosímiles sobre mi persona, mi religión, mis ideas sobre Díaz Ordaz y su gobierno, sobre el comunismo “ruso” y cubano. Percibí que de mis respuestas podía depender mi pronta liberación, así que procuré moderar mis palabras lo más posible, a pesar de que estaba indignado por la forma bestial en que nos detuvieron, pero solo me quejé de que me habían hecho trizas mi camisa, lo que causó hilaridad al licenciado.

Al terminar, me regresaron a un área que parecía de atención al público pues había ventanillas; conforme nos juntamos varios que ya habíamos declarado, se acercaron a las ventanillas algunas secretarias y los muchachos más avispados les pidieron de inmediato que llamaran a sus padres y les dieron números telefónicos. Yo dudé un poco y, cuando quise hacerlo, aparecieron los agentes que de manera brutalmente soez las espantaron: ¡Órale pinches putas, no hablen con los detenidos! Y las secretarias desaparecieron de nuestra vista.

Un rato después, nos llevaron de regreso al piso donde habíamos estado anteriormente; para nuestra sorpresa, estaba nuevamente lleno de jóvenes y gente de otras edades, así que ya no encontramos lugar para sentarnos. Sin embargo, el oficial que parecía ser el de mayor rango habló en voz alta demandando la atención de los detenidos. Pronunció un típico discurso gobiernista, asquerosamente paternalista: El señor Regente de la ciudad de México, general y licenciado don Alfonso Corona del Rosal, ha decidido, por esta ocasión, ser piadoso con ustedes que se han dejado llevar por grupos de agitadores comunistas, que son los verdaderos culpables de lo que ha sucedido. Consecuentemente, los invita a que regresen a sus casas con sus familias y que piensen el gran riesgo que corren por hacer caso a los alborotadores, así que prepárense que en unos minutos serán liberados; claro que les recordó que los reincidentes la pasarían muy mal.

Los que recién regresábamos de declarar, nos dimos cuenta que se dirigía a los que llegaron mientras nosotros estábamos abajo. Uno de nosotros le preguntó qué pasaría con nosotros; el oficial preguntó a otro en que etapa estábamos; le contestó que ya habíamos declarado y dijo: ¡Ah, entonces, a los separos! Se nos vino abajo el mundo en ese momento, pero nos resignamos.

Luego de esperar a que retiraran a los liberados, muy bien vigilados por los agentes para que no intentáramos colarnos entre ellos, siendo cerca de las 10 p.m. nos bajaron a las celdas. Desde que ingresamos al área sentimos náusea, el aire estaba enrarecido, olía a orín y excremento, las paredes daban asco y en ellas pululaban cucarachas y otras alimañas. Primeramente, nos recogieron nuestros cinturones, hebillas y todo objeto metálico y luego nos introdujeron en celdas más bien grandes, pues había cuatro o seis literas dobles de metal. Tuve la suerte de ser de los primeros en entrar y alcancé a sentarme en la parte alta de una de ellas.

Ya había pasado la media noche cuando de pronto comenzaron a traer a más jóvenes que era de suponerse se encontraban en otras celdas; fue tal su número que la celda quedó atiborrada, completamente pegados unos a otros, dificultando el movimiento y la respiración. Era evidente que los recién llegados tenían más tiempo detenidos pues se notaba una mayor familiaridad entre ellos. Casi de inmediato comenzaron a lanzar consignas contra Díaz Ordaz, el ejército y la policía, y canciones alusivas al naciente movimiento con letras ingeniosas que se cantaban con la melodía de otras canciones. Recuerdo aquella que con música de La cárcel de Cananea decía:

Coronamos a Gustavo, Gustavito Díaz Ordaz (se repite)

Por ser hombre de derecha, reaccionario e incapaz (se repite)

Todos dicen en Sonora, en Tabasco y Michoacán (se repite)

Que los estudiantes somos un peligro nacional (se repite)

Se metieron a mi escuela granaderos y soldados (se repite)

Y a los que estaban adentro, los golpearon y apresaron (cambió a mataron)

Los hijos de un gorila resultaron granaderos (se repite)

Y otro gran gorila quiere la silla presidencial (se repite)

Y si ustedes me preguntan a quienes les estoy cantando,

Yo les digo que a Gustavo y a Corona del Rosal (se repite)

Y ahora si ya me despido, ya no hay tiempo pá cantar

Porque ya me lleva preso el gorila Díaz Ordaz (se repite)

Así escuchamos varias canciones arregladas, como la Balada del Vagabundo, en la que una niña, en lugar de preguntar por el vagabundo, pregunta qué es un granadero.

A eso de la 1 a.m., vinieron nuevamente unos agentes con unas hojas impresas y comenzaron a llamar por nombre a varios estudiantes; nadie respondía, aterrorizados de no saber qué significaba estar en tal lista. Finalmente, uno de los agentes gritó que se apuraran porque los mencionados eran los que iban a salir libres; de inmediato los muchachos pugnaban por lograr pasar, algunos incluso por encima de las cabezas de otros. Fue una relación más bien corta, unos 15 o 20 nombres; salieron y se los llevaron. Concluimos que nos tocaría pasar la noche encarcelados, así que reiniciamos las canciones y consignas por otro buen rato.

Ya eran las 02:30 de la madrugada cuando nuevamente aparecieron los agentes que habían estado previamente. Nos dijeron que nos preparáramos para salir, porque los otros eran en realidad quienes se quedarían detenidos. Les silbamos y les mentamos la madre, pues nos engañaron fácilmente, pero nos dispusimos a salir en libertad. En el pasillo pregunté por mi cinturón y mi hebilla, que era de plata; en forma por demás socarrona el agente me dijo que viniera al día siguiente y que seguramente me la devolverían con mucho gusto. Salimos a la calzada San Antonio Abad que lucía absolutamente sin tráfico. Con mi compañero del ISSSTE caminamos hacia el sur hasta llegar a la calle Municipio Libre, donde yo decidí seguir a pie hacia la Calzada de la Viga, mientras que él continuó por Tlalpan hacia el sur.

Llegué a casa casi a las 5 de la mañana; no me sorprendió que mi madre estuviera despierta y al escuchar mis pasos me llamó desde su habitación; creo que me iba a regañar por la hora tan inusual de llegar, encendió su lámpara y al verme lanzó una exclamación y me preguntó qué me había sucedido. Escuetamente le conté que al salir del ISSSTE, donde ella también trabajaba, aunque en un área diferente, me habían golpeado los granaderos y que me llevaron detenido a la jefatura de policía; no dudó ni un momento al ver mi aspecto, la camisa desgarrada y los moretones en brazos y piernas. Maldito seas Díaz Ordaz, exclamó mi madre. Nunca volvió a creer nada de lo que el gobierno informaba.

*****

Los días siguientes permanecí en casa para superar el mal estado en que me dejó la golpiza que me dieron los granaderos, pero estuve pendiente de lo que ocurría; mi indignación me llevó al convencimiento de participar de alguna manera para mostrar mi absoluta inconformidad por la flagrante violación de mis garantías individuales plasmadas en la Constitución de 1917. Algunos compañeros me informaron que el Rector de la UNAM, Ing. Javier Barros Sierra, había izado la bandera a media asta en un mitin dentro de C.U. y que había convocado a una manifestación para demandar el pleno respeto a la autonomía universitaria; la marcha, que contó con enorme concurrencia, se realizó el primer día de agosto desde C.U. hasta la calle de Félix Cuevas, según recuerdo me habían dicho. El valiente Rector Barros Sierra declaró que estaba en juego no solamente el destino inmediato de la UNAM y del IPN sino causas entrañables del pueblo de México y que su lucha no terminaba con esa gran demostración, pues continuaría luchando por los estudiantes, contra la represión y por la libertad de la educación. Esa postura resultó a la larga una fatal sentencia para su carrera pública.

En Guadalajara, el presidente Díaz Ordaz declaró en una reunión con banqueros e industriales, de manera por demás teatral que “Una mano está tendida; los mexicanos dirán si esa mano se queda tendida en el aire”. Y era pantomima pura pues la represión continuó incrementándose en las calles de la ciudad capital contra todo joven y adolescente a quien los policías considerasen que podía ser un estudiante; ¡ser joven se convirtió en un delitoǃ

Habiendo retornado a la Facultad, me encontré con que se desarrollaban de manera permanente asambleas informativas, que desafortunadamente se tornaban eternas discusiones que muy rara vez no terminaban en desacuerdos. Pero igual tomamos nota del establecimiento de un Consejo Nacional de Huelga (CNH) que en lo sucesivo representaría -inicialmente- al estudiantado del IPN, la UNAM y la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo.

De inmediato tomó forma lo que después sería conocido como el Pliego Petitorio, que contenía las demandas fundamentales del estudiantado en lucha para dar por terminado el conflicto, siendo las más importantes:

1.Renuncia del jefe y subjefe de la Policía del D.F., generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea Cerecero;

2.Desaparición del Cuerpo de Granaderos;

3.Desaparición de la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos (FNET) del IPN, de la porra universitaria y del grupo MURO en la UNAM;

4.Indemnización gubernamental a los estudiantes heridos y a los familiares de los fallecidos;

5.Libertad de todos los estudiantes detenidos;

6.Derogación del Art. 145 y 145-Bis del Código Penal, que sancionaban los delitos de “disolución social”.

El 13 de agosto salí como de costumbre a las 3 de la tarde de mi trabajo en el ISSSTE, en la Av. Juárez y me encaminé hacia el Paseo de la Reforma por la calle Lafragua. Ya comenzaban a pasar los primeros contingentes de lo que sería la primera manifestación con una enorme participación, que después sabríamos había sido de 150 mil personas aproximadamente. Estuve un rato viendo pasar la marea humana, esperando reconocer a los que se manifestaban por la FCPS; finalmente reconocí a un compañero de segundo año que venía con las pancartas de nuestra Facultad; me vio y me hizo señas para que me uniera y así lo hice. Ingresé a la columna, saludé a Víctor, quien me tomo del brazo y me dijo que me colocara a su lado. Tomé su brazo y busqué a ver quién seguía, pues la idea era ir enlazándonos para evitar que se colaran extraños que pudiesen ser infiltrados de la policía. Era una jovencita muy linda que me sonrió de inmediato y me tomó del brazo sin siquiera dudar y avanzamos sobre reforma.

Con gran entusiasmo fuimos avanzando lentamente hasta llegar a la glorieta de El Caballito (estatua ecuestre de Carlos IV de España) e ingresamos a la avenida Juárez. Nuestros cánticos retumbaban fuertemente; gritos contra Estados Unidos por la guerra de Vietnam (Vietnam; seguro, a los yanquis dales duro), a Fidel Castro y al Ché Guevara (Fidel, Fidel, que tiene Fidel que los americanos no pueden con él; Ché, Ché, Ché Guevara); insultos a Gustavo Díaz Ordaz (libertad Vallejo, Díaz Ordaz pendejo); al Regente Corona del Rosal, los granaderos, etc. Todo ello en un ambiente de alegría juvenil y camaradería y yo, encantado al ir del brazo de tan linda muchacha.

Pese al temor de que de improviso arteramente fuéramos atacados por los granaderos o el ejército, nada de eso sucedió; logramos ingresar pacífica pero ruidosamente al Zócalo, donde por un rato escuchamos a numerosos compañeros que lideraban el movimiento, quienes ratificaban nuestras demandas. Se escucha por primera vez la demanda de que igualmente se libere de la cárcel a todos los presos por motivos políticos o ideológicos, como era el caso de los miembros del PCM. Una vez que la manifestación concluyó, Víctor sugirió que fuéramos a tomar algo a un café de la calle Tacuba. Angélica, su compañera de curso, y su hermana menor, Dulcemaría, asintieron y nos dirigimos a dicha calle.

Yo quedé prontamente prendado de ella y pasé el resto de la velada tratando de que ella me pusiera atención, lo cual me pareció que ocurría, para mi satisfacción y alegría. Siendo ya alrededor de las 10 de la noche salimos y todos nos subimos en un VW de otro compañero de la FCPS; en esa ocasión íbamos también como en lata de sardinas, pero de manera muy agradable. Llegamos a la colonia Álamos y descendimos del auto; las hermanas vivían a una cuadra de la Calzada del Niño Perdido (así se llamaba en esa época ese tramo del Eje Central). Me despedí de ellas y muy especialmente de Dulcemaría, con quien quedé de vernos en próxima ocasión. Abordé el autobús que me llevaría hasta la colonia Sector Popular y fui soñando con ella. Unas semanas después nos hicimos novios, una relación que duró algo así como dos años.

 

 

 

 

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Mis Vivencias en el México 68′ Segunda parte

30 Domingo Sep 2018

Posted by Francisco Correa Villalobos in CRISIS EN CURSO

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Mis Vivencias en el México 68’

Segunda Parte

por Enrique Romero Cuevas,

Embajador de México en retiro

En los días siguientes, mientras que las universidades Iberoamericana y Del Valle, el Colegio de México, Chapingo y otras más que ya no recuerdo, decretaban un paro académico para apoyar a las instituciones ya comprometidas con la suspensión de labores, en la FCPS se logró coordinar la creación de brigadas informativas destinadas tanto a la provincia como adentro de la propia ciudad, principalmente en las colonias más populosas, intentando concientizar al pueblo de la importancia de la lucha estudiantil. No obstante, algunos radicales lanzaron una bomba pestilente al salón donde se realizaba la asamblea, lo que provocó un gran caos.

El 27 de agosto nuevamente salimos a las calles masivamente (se habló de 400 mil personas) en manifestación que, si mal no recuerdo, se concentró en Av. Reforma a la altura del Museo Nacional de Antropología y recorrimos el largo tramo hasta el Zócalo. Se dijo que la columna era tan enorme que mientras los primeros llegaban al Zócalo, aún quedaban manifestantes en Antropología. Llegamos al Zócalo nuevamente sin presencia de las fuerzas del orden. Escuchamos también a los líderes en sus arengas muy aplaudidas y al final, Sócrates Campos, miembro del CNH, sugirió permanecer en la Plaza de la Constitución para que el debate con representantes del gobierno se llevase a cabo ahí, públicamente, el 1º. de septiembre, día del Informe Presidencial que en esa época era una ocasión para que la clase política lisonjeara al presidente en turno, mediante las oleadas de aplausos a cada frase que informaba de los logros, reales o inventados de su administración (incluso se rumoraba la existencia de un “aplausómetro”). A mi manera de ver, esa postura resultó radical y peligrosa, pero en medio del entusiasmo y los vivas a los dirigentes, se dio por aprobado, permaneciendo en el Zócalo un contingente de cerca de 5 mil muchachos que pasarían la noche ahí para presionar al gobierno. Fue un tremendo error estratégico provocar la ira de Díaz Ordaz, que costaría caro al movimiento estudiantil.

A la mañana siguiente nos enteramos que varios batallones del ejército y guardias presidenciales, apoyados por carros blindados, camiones de bomberos, innumerables patrullas de la policía y policías de tránsito, desalojaron con gran violencia a los estudiantes que habían permanecido en la Plaza; además, la prensa acusó al movimiento estudiantil de izar la bandera de huelga en el lugar de la Bandera Nacional y de introducirse a la Catedral para tocar las campanas (en cuanto a esta acusación, quedó evidenciada su falsedad unos días después, cuando el obispo Orozco Lomelín declaró que no había habido ninguna profanación de la Catedral). La verdad es que yo me retiré con mi grupo al terminar los oradores, y siempre he creído que se trató de manipulaciones del gobierno para intentar que la opinión popular que nos favorecía se sintiese ofendida y retirase su apoyo, que era fundamental. De lo que si tuve información de primera mano de parte de compañeros brigadistas, fue sobre el famoso “acto de desagravio” a la Bandera Nacional que organizó el Departamento del Distrito Federal, para lo cual se obligó a un gran número de servidores públicos a participar, lo que no les gustó y algunos que se organizaron gritaban “somos borregos de Díaz Ordaz y decimos la verdad”; el grito  se generalizó y se hizo un caos, al ordenar la autoridad del DDF a los granaderos reprimir la protesta, creándose un tremendo alboroto en el que nuevamente tuvieron que participar soldados para controlar la situación, a culatazos, lógicamente.

Consecuencia inmediata del desencuentro entre el gobierno y los estudiantes fue un nuevo incremento de la represión, que dio un brutal salto de calidad cuando la vocacional 7, en Tlatelolco, fue atacada por un grupo grande de individuos embozados que dispararon ametralladoras y rifles de alto poder contra los muchachos que se encontraban en ella haciendo vigilia. Los residentes del conjunto habitacional y los estudiantes de dicho recinto quisieron realizar un mitin la tarde del día siguiente para denunciar el ataque artero, pero la policía y el ejército se los impidieron y volvieron a ocupar sus instalaciones. A través de los años tuve oportunidad de escuchar testimonios que relatan que los estudiantes de dicha Vocacional jugaron un importante papel de liderazgo entre sus compañeros de otras escuelas vocacionales, lo cual fue factor para que la represión se cebara en ellos. Con el tiempo, las instalaciones fueron demolidas y he leído artículos de investigación en la prensa que informan de la matanza de 50 jóvenes cometida por el tristemente célebre Batallón Olimpia una semana antes del 2 de octubre en Tlatelolco; no me resulta increíble, dada la bestialidad con la que actuaron soldados y policías en esos aciagos días de 1968.

Nuestros dirigentes reunidos en el CNH emitieron cinco acuerdos el día 30 de agosto con el fin de procurar nuevamente que pudiese iniciarse el diálogo con el gobierno, siendo éstos:

1º. No se realizarán mítines ni manifestaciones estudiantiles en el Zócalo el domingo 1 de septiembre.

2º. Manifiesta su disposición a iniciar el diálogo en corto plazo, siendo condiciones únicas que se efectúe públicamente y que cese la represión.

3º. Ya se han designado a las comisiones estudiantiles que dialogarán con el gobierno, faltando solamente la confirmación de las autoridades.

4º. El CNH desarrollará una ofensiva política en los sectores populares, mediante las brigadas estudiantiles, que tienen instrucciones de no adoptar actitudes provocadoras contra la policía y el ejército, pues eso denigraría al limpio movimiento estudiantil; y

5º. El movimiento estudiantil no tiene relación alguna con los Juegos Olímpicos y no es su deseo entorpecer su celebración.

Con la adopción de esos acuerdos, el CNH demostró su mesura, su deseo de encontrar soluciones justas y equilibradas a la problemática que planteábamos los estudiantes y, sobre todo, nuestra intención de no interferir con los Juegos Olímpicos que se inaugurarían el 12 de octubre. Desgraciadamente, el presidente Díaz Ordaz no estaba dispuesto a dejarse torcer el brazo ni a que el “sagrado principio de autoridad” fuera ni siquiera mínimamente cuestionado por la juventud mexicana. Había que dar un escarmiento severo que borrara cualquier duda de quién mandaba en el país. Esa fatal decisión se evidenció al día siguiente, 31 de agosto, cuando nuevamente se produjeron ataques con ametralladoras y rifles de grueso calibre contra las vocacionales 4 y 7, que tuvieron como consecuencia numerosos estudiantes y transeúntes heridos y, al mismo tiempo, la policía realizó numerosas aprehensiones de brigadistas que cumplían con su labor informativa en zonas populares. El daño pudo haber sido aún peor, pero en mercados populares los propios locatarios y los clientes opusieron resistencia al ingreso de granaderos, permitiendo vías de escape a los brigadistas. El apoyo del pueblo trabajador era creciente.

Y llegó el día del informe presidencial; muchos imaginamos que GDO podía provocar un cambio de rumbo con tan solo usar palabras inteligentes que nos acercaran; fue totalmente lo contrario, pues al mencionar el conflicto estudiantil lo achacó a fuerzas exógenas al estudiantado sugiriendo una posible intervención de intereses extranjeros (lo cual apuntaba naturalmente a la URSS, Cuba y demás países integrantes del bloque socialista) y amenazó, no tan veladamente, al decir “No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario”. Cerrado totalmente a cualquier postura que no fuera la de agachar la cabeza y obedecer ciegamente al Gran Tlatoani. Ahí fue, en realidad, cuando se emitió la sentencia de muerte del Movimiento Estudiantil de 1968; quedó solamente conocer cuando habría de aplicarse. Desgraciadamente, nosotros los estudiantes no pudimos ver lo que se nos venía encima; creíamos que nuestras demostraciones tumultuarias, gigantescas y el creciente apoyo popular, obligarían al Estado a retroceder y a concedernos algunas de nuestras más caras demandas y que nuestro regreso a clases sería uno lleno de alegría y triunfo.

*****

Ese año de 1968 me tocó la obligación de realizar el Servicio Militar (SMN) que legalmente los mexicanos deben cumplir al llegar a los 18 años. Me había inscrito desde comienzos del año para hacerlo los días sábado por la tarde, en el centro de adiestramiento que funcionaba los fines de semana en la explanada de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas (SCOP), en el Boulevard Xola y la Calzada del Niño Perdido; por mi nivel de estudios me asignaron rango de sargento primero. Desde el mes de julio, fuimos informados que nuestro batallón estaba entre los seleccionados para participar en las prácticas previas de la inauguración de los Juegos Olímpicos, lo cual parecía ser un gran honor, pero pronto descubrimos que era, en realidad, una verdadera monserga, porque no se tenía la menor consideración hacia nosotros; nos citaban a las 6 am y en día domingo, por el rumbo de la fábrica de papel de Peña Pobre y ahí nos tenían sin hacer nada hasta las 10 de la mañana; luego nos llevaban marchando hasta un estadio pequeño -creo se llamaba estadio de prácticas- en Ciudad Universitaria, para finalmente hacer la práctica algunas horas más tarde. Al terminar a veces nos daban una torta y un refresco antes de liberarnos.

Hubo sin embargo una ocasión, el 25 de agosto, cuando ya el movimiento estudiantil estaba en pleno apogeo, en la que fue tan notorio el abandono en que nos tenían que, estando ya en el estadio para la práctica, pasaron las horas y entramos en desesperación, hambrientos y sedientos, en tanto que los militares a cargo del ejercicio estaban tranquilos en una tarima en actitud de esperar a alguien que no llegaba. Algunos compañeros comenzaron a gritar consignas contra el gobierno, las cuales fueron rápidamente repetidas por el resto del batallón. Uno de los militares se dejó venir desde la tarima y en forma agresiva exigió silencio, pero nadie le hizo caso; se exasperó aún más y dio un golpe a un compañero que gritaba “Díaz Ordaz, dónde estás; libertad Vallejo, Díaz Ordaz pendejo”. Ante esa agresión todos nos lanzamos hacia él y a aventones lo hicimos huir hacia la tarima; dijo algo a los otros tres y se fueron. Nosotros hicimos lo propio y no se efectuó la práctica programada. Nos fuimos por los prados de CU cantando alegremente nuestras canciones contra el gobierno.

El siguiente sábado 31 de agosto, acudí como era usual al entrenamiento militar en la SCOP; todo siguió su curso acostumbrado y tres horas después sonó el clarín llamando a formación (siempre terminábamos de esa forma el entrenamiento sabatino). El comandante del regimiento, un general en edad avanzada que me parece que en realidad ya estaba en retiro, inició sus palabras con un fuerte regaño por lo sucedido en CU la semana anterior; algunos compañeros le silbaban y otros comenzamos a repartir volantes informativos. Mi entusiasmo me llevó a hacerme demasiado visible y siendo de por sí más alto que la media del mexicano, finalmente el general me descubrió, suspendió su discurso y dijo: “a ver tú, que repartes papeles entre los soldados, ven acá”; quise que me tragara la tierra, pero el capitán del batallón me vio también y no tuve más remedio que dar la cara; todavía desde mi lugar puse la mano en mi pecho como preguntándole ¿Quién, yo? Y gritó: sí, tú, no te hagas tarugo; entonces, seguido por el capitán me dirigí hasta donde estaba el comandante quien me pidió darle un volante; se lo di y dijo: ”Así que repartiendo propaganda subversiva, eh”. Con el poco aplomo que tenía le respondí que eran las demandas de los estudiantes mexicanos a su gobierno. Me dejó con la palabra en la boca y le dijo al capitán que me llevara detenido al cuartel de La Ciudadela.

Al terminar el acto de cierre de actividades, efectivamente el capitán me subió a su automóvil y fuimos a la Ciudadela; la verdad es que en el camino me hice toda clase de conjeturas y me planteaba escenarios de lo más macabros, viéndome en un calabozo tan asqueroso como el que hube de visitar cuando me golpearon los granaderos; afortunadamente, a la entrada del cuartel el capitán habló brevemente con el guardia de la entrada, quien me dijo quédate ahí, que ahorita vengo. El capitán desapareció al entrar al cuartel y no supe más de él; media hora más tarde regresó el soldado que me miró algo sorprendido y me dijo invítame un refresco y luego de vas a tu casa; qué otra chingada cosa puedo hacer contigo. Y en verdad le compré una coca cola y me despidió amablemente.

Los demás días sábado en que fui a cumplir con el SMN no tuve inconvenientes pues ninguno de los militares encargados me hizo señalamiento alguno; eso sí, nos cuidamos muy bien de cometer errores como el mío. Tampoco en los días que nos pusieron a hacer valla para eventos relacionados con los juegos, una vez en la inauguración, que nos tocó hacer valla en Insurgentes a la altura de Félix Cuevas, y otra sobre Río de Churubusco, en la caminata de 20 Km., la altura de la alberca olímpica. Viene a mi memoria un pequeño incidente que ocurrió en nuestra sección durante la inauguración; casualmente, el corredor que portaba la antorcha encendida concluyó ahí el tramo que le correspondía, encendió al siguiente corredor la suya y aquél partió, momento en que algún espectador entusiasta arrancó la antorcha al cansado corredor, que no objetó, pero un grupo de granaderos intentó lanzarse en su persecución (algo sin sentido realmente, pues la antorcha ya había sido usada y perdido su importancia), pero nuestro destacamento, por donde pasó huyendo el joven, impidió el paso a los granaderos que intentaron forcejear con nosotros, pero nuestra superioridad numérica terminó disuadiéndolos.

Algo que también recuerdo nítidamente es que ya en diciembre, en la última fecha de entrenamiento nos debían entregar nuestras cartillas ya liberadas; sin embargo, el capitán nos quiso sacar dinero para entregárnoslas y entonces nosotros reaccionamos con bastante violencia; lo acorralamos enfurecidos, le arrebatamos las cartillas y nosotros nos las repartimos y luego decidimos quemar nuestros uniformes como última pequeña muestra de nuestra rebeldía contra esos símbolos del Estado represor y corrupto, hasta el tuétano.

*****

Luego de las amenazas contenidas en el discurso de GDO durante el Informe de Gobierno, como ha sido costumbre en nuestro país, numerosos legisladores ofrecieron su total e incondicional apoyo al presidente (la cargada, se le llamaba) para que utilizara las fuerzas armadas, incluyendo la Aviación y la Marina en defensa de la seguridad interior y exterior de México, es decir, aprobaron que el Ejecutivo lanzase las tropas contra los estudiantes inermes, so pretexto de que ponían en riesgo la estabilidad del país. ¡Qué falta de confianza de la clase política mexicana en la democracia¡. Para dichos legisladores, obsecuentes cómplices del Poder, la juventud mexicana era un peligro para el país por insistir en que se escuchara su voz que tan solo demandaba uno que otro cambio que permitiera una mayor participación en los asuntos de interés colectivo. En tanto, los estudiantes realizamos asambleas para debatir la sugerencia del Rector Barros Sierra de retornar a las aulas (seguramente, con su experiencia, él ya avizoraba el zarpazo que se nos daría) y, como era de esperar, votamos por continuar la huelga.

El viernes 13 de septiembre fue un día verdaderamente especial, pues realizamos nuevamente una gigantesca manifestación, que se denominó Manifestación Silenciosa en la que 250 mil almas marchamos nuevamente desde Antropología hasta el Zócalo en total silencio, luciendo nuestras pancartas, con el puño en alto y la boca tapada con esparadrapo u otros materiales. No sospechamos que era esa la última vez que el aparato represor del Estado nos permitiría hacer uso de nuestro constitucional derecho, y lo disfrutamos a plenitud, aún convencidos de que estábamos muy cerca de ganar la partida. Ese fin de semana distintas autoridades de la UNAM, integrantes del Consejo Universitario, directores de facultades, escuelas e institutos nombraron una comisión presidida por el Rector Barros Sierra, que redactó un manifiesto que declaraba su solidaridad con las exigencias de los comités de huelga, declaraba que no trataba de suplantarlos y que de ninguna forma se ofrecerían para servir de intermediarios con el gobierno de Díaz Ordaz.

Para nuestra sorpresa, luego de las fiestas del 15 y 16 de septiembre, al anochecer del 18 y estando en la FCPS haciendo volantes en mimeógrafo, un compañero llegó y con el rostro demudado nos dijo que había tropas del ejército a la altura de la avenida Miguel Ángel de Quevedo (popularmente conocida como Taxqueña) y que aparentemente se estaban preparando para subir hacia CU. Algunos compañeros, y yo mismo nos declarábamos incrédulos pues esos rumores sucedían casi a diario. Viendo su rostro de angustia, creo que le concedí el beneficio de la duda y accedí a ir con él en su auto para corroborar su alarmante dicho y con enorme susto comprobamos que algunos vehículos militares subían ya la primer larga cuadra de la avenida Universidad a la altura del centro comercial; regresamos apresuradamente y dijimos que era cierto, que el ejército se dirigía a la ciudad universitaria: unos pocos lo creyeron y otros simplemente no hicieron caso. Nosotros, que éramos seis o siete, decidimos irnos en el auto del compañero y nos dirigimos rápidamente a la salida de avenida Universidad; llegando a la avenida Copilco nos encontramos con los primeros carros de combate y transporte de tropas que, para nuestra suerte, no hicieron absolutamente nada por detenernos, sino que continuaron hacia el acceso principal. El resultado de la acción militar fue terrible, pues más de 500 estudiantes, maestros, simples trabajadores y funcionarios universitarios fueron capturados y llevados a diversos centros de detención, incluso el Campo Marte.

Con esta acción se puso en claro que Díaz Ordaz estaba plenamente dispuesto a utilizar el visto bueno que el senado de la República le había entregado para aplastarnos a como diera lugar. El presidente de la Gran Comisión de la Cámara de Diputados, Luis M. Farías, justificó la acción gubernamental y pidió a las autoridades universitarias que agradecieran al gobierno federal por lograr “restablecer el orden en el campus universitario” y que le solicitasen su devolución para dedicar las instalaciones para el objeto de su existencia: la enseñanza y la investigación, solapando completamente el trasfondo socio político del movimiento estudiantil, que pugnaba por ínfimas muestras de democratización efectiva del país. En la misma Cámara de Diputados se intentó aviesamente culpar de incapacidad al Rector Barros Sierra quien, en su respuesta, señaló: “Así como apelé a los universitarios para que se normalizara la vida de nuestra institución, hoy los exhorto a que asuman, donde quiera que se encuentren, la defensa moral de la Universidad Nacional Autónoma de México y a que no abandonen sus responsabilidades… La razón y la serenidad deben prevalecer sobre la intransigencia y la injusticia”. Pero los diputados no cejaron en su empeño por destruir políticamente al Rector, en especial el diputado Octavio Hernández, quien incluso llegó a afirmar que la actitud “pasiva” de Barros Sierra tenía mucho de criminal y que en sus actos había igualmente muchos matices de delito.

Ante tantas presiones, el lunes 23 de septiembre el Rector entregó su renuncia al Consejo Universitario declarando que obviamente la autonomía universitaria había sido violada; además, sobre los ataques de que era objeto, señaló “Es bien cierto que hasta hoy proceden de gentes menores, sin autoridad moral; pero en México todos sabemos a qué dictados obedecen. La conclusión inescapable es que quienes no entienden el conflicto, ni han logrado solucionarlo, decidieron a toda costa señalar supuestos culpables de lo que pasa y entre ellos me han escogido a mí”. Sin embargo, la Junta de Gobierno de la UNAM no aceptó la renuncia por lo que el Rector reconsideró su decisión ante el apoyo unánime que recibió de la comunidad universitaria.

En esas mismas fechas, la violencia gubernamental fue nuevamente in crescendo, sucediéndose ataques a varias escuelas vocacionales y a las instalaciones politécnicas en el casco de Santo Tomás, en Zacatenco y en algunas escuelas preparatorias como la número 7 (La Viga). Además, el ejército ocupó con lujo de violencia instalaciones del Politécnico en Santo Tomás y la Vocacional 7 en Tlatelolco, que jamás fue devuelta a las autoridades del IPN -en la cual se habría realizado una matanza de jóvenes estudiantes, según mencioné anteriormente- para impedir excavaciones forenses que habrían resultado muy reveladoras.

El jueves 26 la tensión en las calles era tremenda; los estudiantes no teníamos forma de reunirnos sin poner en peligro nuestra libertad, pues el patrullaje en toda la ciudad era por demás notorio y, aparentemente, cualquier aglomeración de más de cuatro personas invitaba a los policías, a los granaderos o a piquetes de soldados a disolvernos a como diera lugar. Supimos que el CNH convocaba a un mitin en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco y, en previsión de que se desatara la violencia, convencí a mi novia y a su hermana para que permanecieran en su casa. Apenas salí de mi trabajo en avenida Juárez, me dirigí a Tlatelolco para observar el ambiente y de alguna forma vigilar a las decenas de agentes vestidos de civil. Noté que en todas las azoteas había personas que evidenciaban su carácter de vigilantes; pero al comenzar finalmente el mitin no se concretó ninguno de los presagios fatalistas, siendo todo normal; se acordó apoyar la permanencia del Rector Barros Sierra, aunque se reiteró que no nos representaba. Fui después al departamento donde mi novia vivía con sus hermanas y el esposo de la mayor y les platiqué de la insólita tranquilidad con que se desarrolló el mitin, a pesar de que la Vocacional 7 estaba ocupada por numerosos soldados.

El 30 de septiembre, en lo que nos pareció un gesto gubernamental de aproximación, el ejército desocupó la Ciudad Universitaria, entregando las instalaciones a las autoridades de la institución. Cuando ingresamos a la FCPS notamos que hubo saqueo en las oficinas administrativas y destrozos inexplicables en las aulas de nuestra minúscula facultad (por algo le llamábamos el Kinder), con inmundicia acumulada en forma por demás soez. Fue claro que los soldados tuvieron carta blanca para sus excesos, so pretexto de la búsqueda de “materiales subversivos”, con propaganda comunista de la Unión Soviética o de Cuba, que el gobierno aseguraba que encontrarían, cuando lo único que había eran los volantes que imprimíamos en mimeógrafo para informar al pueblo del desarrollo de los acontecimientos y de las agresiones que los estudiantes sufríamos a manos de los represores.

*****

Y llegó el fatídico 2 de octubre. Al iniciarse el día, el ambiente parecía alentador pues por la mañana hubo una reunión con representantes del presidente Díaz Ordaz, los señores Andrés Caso Lombardo y Jorge de la Vega Domínguez, quienes años después llegarían a ocupar altos cargos en los gabinetes presidenciales; tal reunión indujo a muchos de nosotros a pensar que se había abierto un espacio de negociación y que, por tanto, era improbable que hubiera represión, sobre todo contra una reunión pública y pacífica de estudiantes y otros grupos sindicales y sociales de apoyo. Con esa equivocada idea, mi novia, su hermana y yo habíamos decidido acudir al mitin que se convocó para desarrollarse durante la tarde de ese día.

Yo nuevamente me adelanté a la llegada de ellas, pues me salí temprano de la oficina del ISSSTE en avenida Juárez y corrí hacia las taquerías que en esa época existían en Plaza de la República, a un costado del frontón México; al cruzar la calle, momentáneamente llamó mi atención la presencia de varios autobuses de línea estacionados en contra esquina del frontón México, unos pasos al norte de la avenida Juárez; afuera y dentro de los camiones, personas que evidentemente eran integrantes de la Dirección Federal de Seguridad, que contaba con oficinas en el viejo edificio del ISSSTE, el antiguamente llamado edificio de Pensiones (que se derrumbó con el terremoto del 19 de septiembre de 1985). Tontamente, no cupo en mí sospecha alguna al ver que muchos de ellos llevaban guantes blancos y gabardinas. Por la urgencia de irme a Tlatelolco, comí rápidamente un par de tacos de bistec y costilla, que en esa época aún eran muy llenadores, pues tenía vacío el estómago al no haber desayunado por levantarme tarde, debido al desvelo hasta altas horas de la noche de estar en casa de mi novia.

Una vez satisfecho, me apresuré a llegar a la Plaza de las Tres Culturas, lo que pude hacer a eso de las tres de la tarde, cuando aún la enorme plancha de concreto no estaba pletórica de gente, pues los distintos grupos estudiantiles y organizaciones sindicales y sociales que nos apoyaban apenas iban llegando. Al pasar por la fosa de las excavaciones prehispánicas, cerca de la Secretaría de Relaciones Exteriores, divisé al otro lado a mi hermana Marina que, con su blanco uniforme de estudiante de medicina estaba sentada junto a otros futuros galenos; le grité, volteó y me saludó de mano, y a gritos le dije que al terminar el mitin hiciéramos algo juntos y ella asintió. Seguí adentrándome en la plaza y llegué hasta el Asta bandera, frente al edificio Chihuahua y ahí me planté y comencé a observar los alrededores y los techos de los edificios cercanos viendo desde luego a los acostumbrados agentes policiacos vestidos de civil, vigilando. Unos minutos después llegó mi novia con su hermana y olvidé mis preocupaciones.

Un rato después, en medio de la algarabía de la muchedumbre, que continuaba ingresando a la Plaza de las Tres Culturas, desde el segundo o tercer piso del edificio Chihuahua -no recuerdo con exactitud- escuchamos la voz de un compañero quien expresaba que daba comienzo el mitin. Recuerdo que hubo uno o dos oradores y el evento se desarrollaba con normalidad; sin embargo, en algún momento alguien informó por el micrófono que tropas del ejército estaban rodeando la Plaza y como además del mitin en Tlatelolco la convocatoria incluía una marcha a Zacatenco para exigir su desocupación por parte del ejército, se expresó que seguramente esas tropas tenían como objetivo impedirnos llevar a cabo la marcha, por lo que se nos propuso y aprobamos por aclamación que terminando el mitin nos disolveríamos; es decir, que para evitar provocaciones innecesarias, no seguiríamos adelante con la marcha hacia esas instalaciones del IPN.

Pasaron unos cuantos minutos y pareció que todo seguiría un curso normal e incluso continuaban anunciando el ingreso de contingentes sindicales y se pedía aplaudirles como forma de saludo pero, de pronto, se oyó un sonido como de arma y vimos como una luz de bengala surcaba el espacio, se abrió un mini paracaídas y la bengala comenzó a descender; de inmediato, desde nuestro lugar sentimos como un movimiento de la masa de gente y se comenzó a escuchar gritos de alerta: ¡El ejército! ¡El ejército! Yo, instintivamente miré hacia el foso donde vi a mi hermana y con desaliento y terror me di cuenta que esa zona se pintaba de color verde, pues la tropa ya invadía la Plaza; no había rastro de ella ni de sus compañeros. Un remolino de gente se nos vino encima y de improviso escuchamos disparos que provenían de abajo del edificio Chihuahua; agentes vestidos de civil tiraban sus gabardinas, levantaban su mano izquierda en la que se habían puesto un guante blanco, sacaban sus armas y disparaban a discreción contra nosotros; como si hubiera sido una señal, el ejército disparó también, no contra quienes tenían las pistolas a la vista sino contra los inermes asistentes al mitin; el área se convirtió en cuestión de segundos en zona de combate, donde solo se escuchaban el estruendo de distintas e innumerables armas, incluyendo el sonido inconfundible de las ametralladoras. Nuevamente, el instinto prevaleció y de manera pronta tomé a mi novia y su hermana y las forcé a tirarse al suelo y les dije que avanzáramos arrastrándonos hacia el norte de la Plaza.

Pareció una eternidad arrastrarse no más de veinte metros, pero el terror se había apoderado de la multitud y de nosotros mismos; teníamos la garganta totalmente seca (curiosamente, en ese instante saltó a mi mente un recuerdo de mi niñez, un 30 de diciembre de 1960, en Chilpancingo, Guerrero, en que en circunstancias que yo desconocía se produjo una terrible balacera en la calle de mi casa y otras más que circundaban la Universidad de Guerrero, cuyos estudiantes sostenían una larga huelga contra el gobernador Raúl Caballero, con saldo de decenas de muertos y muchos más, heridos), como si hiciera días que no hubiéramos tomado ningún líquido y al voltear hacia el Asta bandera veíamos caer gente, ya sea alcanzada por balas del ejército o de los agentes del guante blanco, o por tropezarse con cuerpos de otros ya caídos, lo que nos causaba aún mayor angustia. Al llegar adonde terminaba la plancha principal de concreto quisimos saltar pero el siguiente tramo estaba atestado ya de gente y quisimos detenernos; sin embargo el empuje de quienes venían detrás nos lanzó encima de ellos y luego más gente cayó sobre nosotros por lo que por momentos quedamos inmovilizados; cuando finalmente pude erguirme, me di cuenta que se me habían salido los zapatos; ¡tuve la loca idea de que si me mataban, debiera llevar puestos mis zapatos¡, por lo que comencé a buscarlos entre muchos otros que la gente dejó en su carrera por la vida, los encontré y me los puse; en esos dramáticos segundos observé como jóvenes imberbes usaban sus zapatos para responder a la fusilería del ejército y pensé ¡qué locura!. Mi novia, entre tanto, no percibió cuando su hermana se nos adelantó y al no verla, quería regresar a buscarla en la Plaza y como estaba a punto de un ataque de histeria le di un fuerte jalón del brazo y logré mostrarle a su hermana que estaba a unos 10 metros de nosotros; la alcanzamos y caminamos unos cuantos pasos hacia el norte; había un destacamento de soldados que con la bayoneta calada en sus fusiles nos forzaba a movernos al oriente por el primer pasillo después de la Plaza; llegamos a otro pasadizo entre edificios y ahí también había soldados que nos hostigaban para continuar avanzando con dirección oriente; esto se repitió en uno o dos pasillos más y finalmente llegamos a uno que no tenía presencia de la soldadesca; corrimos y llegamos a la calle Manuel González. Comenzamos a juntarnos quienes lográbamos salir ilesos y tratando de darnos aliento ante tan cruel circunstancia, lanzamos nuestro grito universitario: ¡Goya, cachún, cachún, rá rá, cachún, cachún, rá rá, Goya, Universidad¡

Minutos después vimos que se nos aproximaba una tanqueta del ejército y un destacamento de infantería, por lo que nuevamente corrimos hacia el norte de Tlatelolco. Algunas cuadras adelante, le dije a mi novia y su hermana que se fueran en taxi a su casa, pues yo debía regresar para tratar de localizar a mi hermana Marina, de cuyo destino temía lo peor. Sin embargo, ellas me rogaron muy insistentemente y lograron hacerme entrar en razón, pues realmente hubiera sido suicida intentar volver a una Plaza repleta de fuerzas gubernamentales, aunque se escuchaban todavía numerosos disparos. Finalmente, tomamos un taxi y pedimos al conductor que nos llevase a la colonia Álamos, a la casa de sus padres. Apenas habiendo ascendido al vehículo, el chofer dijo algo que me hizo perder los estribos, señalando que los estudiantes teníamos bien merecido lo que sucedía, por andar de alborotadores; estuve a punto de armar una trifulca, pero las muchachas me hicieron calmarme y ellas inteligentemente pidieron al taxista que pusiera música en su radio.

Al cruzar las calles de la ciudad rumbo al sur, nos dimos cuenta que en las calles había un gran nerviosismo pues la noticia se había esparcido como reguero de pólvora. Yendo aún en camino a la colonia Álamos decidimos mejor ir primeramente a mi hogar, con la esperanza de que mi hermana llegara a nuestra casa en la ya citada colonia Sector Popular, en el comienzo de la delegación Iztapalapa. Llegamos a eso de las 7 de la noche, pero Marina no aparecía por ningún lado; la desesperación estaba cundiendo en mí y pensé que lo mejor sería que mi novia y su hermana regresaran con sus padres. Salimos a buscar un taxi, que abordaron prontamente y las despedí, quedando de avisarles tan pronto supiera algo de ella.

Alrededor de las 10 de la noche llegó mi madre, con el rostro descompuesto de desesperación, pues en su trabajo en el ISSSTE se había sabido prontamente de los terribles sucesos y había llamado a la casa tratando de encontrar a alguno de nosotros, sin éxito pues a esa hora yo aún estaba en camino. Cuando me vio su rostro se alivió ligeramente, pero de inmediato me preguntó por Marina y cándidamente le comenté como la había visto en Tlatelolco antes que comenzara el mitin y el posterior ataque del ejército. Por una vez en su vida, mi madre pareció perder la compostura, incluso la cordura, y me gritó que era mi culpa si moría mi hermana; se me salieron las lágrimas y traté de calmarla asegurándole que Marina no era ninguna tonta y que seguramente había escapado o se había refugiado en algún domicilio en la zona de Tlatelolco. Sin embargo, mi madre estaba tan desesperada que entonces le dije que iría a buscarla y salí a la calle, aunque solamente me dediqué a dar vueltas en las calles aledañas, con la esperanza de verla descender de algún autobús.

Desgraciadamente, pasaron casi cuatro horas y no aparecía mi hermana. Pasó el último autobús de esa noche; ya eran casi las 2 am y regresé a casa. Mamá ya estaba más tranquila; me dijo que si en la mañana aún no aparecía Marina, no iríamos al trabajo y nos dedicaríamos a buscarla en todos los centros de detención, hospitales y hasta en la morgue. Yo tragaba saliva por la angustia acumulada y, en eso, escuchamos que se abría el portón de entrada a la casa e instantes después, oímos sus pasos subiendo las escaleras.

Marina venía muy pálida y carecía de su bata de médico; nos contó que cuando todo comenzó, ella y sus compañeros pudieron moverse antes que llegara la tropa hasta donde ellos se encontraban y fueron trasladándose de manera casual siguiendo la marea humana que huía; que en esos andares debieron levantar entre varios a una persona herida en una pierna, lo que hizo más lento su movimiento, no pudiendo ya salir del conjunto habitacional, resguardándose finalmente en el departamento de un valiente vecino que abrió sus puertas pese al enorme riesgo que corría. Ahí permanecieron hasta la medianoche efectuando curaciones al herido; a esa hora avanzada reinaba una calma sepulcral, y el vecino la acompañó al salir, por si los soldados la interrogaban, cosa que no ocurrió. Logró tomar un taxi y vino directamente a casa. Al igual que yo, pudo presenciar como caía un sinnúmero de personas que eran alcanzadas por las balas.

*****

La mañana siguiente, el idealista que había -y aún hay- en mí, se decía que el artero ataque tendría consecuencias nefastas para el presidente Díaz Ordaz, pues en mi mente no cabía posibilidad alguna de que tamaño crimen pudiese quedar impune. Llegué a pensar que el Congreso de la Unión lo destituiría. Sin embargo, al salir a buscar la prensa me llevé tremenda decepción pues todos hablaban horrores contra el estudiantado y llenaban de halagos a Díaz Ordaz.

El Sol de México, de la cadena García Valseca informaba: “Manos extrañas se empeñan en desprestigiar a México. El objetivo: Frustrar los XIX Juegos. Y en el cintillo: “Francotiradores abrieron fuego contra la tropa en Tlatelolco”. “Heridos un general y once militares; 2 soldados y más de 20 civiles muertos en la peor refriega. Por su lado, El Universal señalaba: “Tlatelolco, campo de batalla”. “No habrá estado de sitio afirmó García Barragán”. “Durante horas, Terroristas y Soldados sostuvieron rudo combate. “29 Muertos y más de 80 Heridos en Ambos Bandos; 1000 Detenidos”.

A su vez, Excelsior encabezó: “Recio Combate al Dispersar el Ejército un mitin de Huelguistas”. 20 Muertos, 75 Heridos, 400 Presos”. Lo único que me pareció destacable de ese medio fue la caricatura, todo el recuadro en negro y arriba solamente la palabra ¿Porqué?

 Novedades igualmente soslayó la realidad: “Balacera entre Francotiradores y el Ejército en Ciudad Tlatelolco”. “Datos Obtenidos: 25 Muertos y 87 Lesionados: El Gral. Hernández Toledo y 12 Militares más están heridos”. También me causó náuseas el periódico El Día, que usualmente yo leía, al informar así: “Criminal Provocación en el Mitin de Tlatelolco causó  Sangriento Zafarrancho”. “Muertos y Heridos en Grave Choque con el Ejército en Tlatelolco: Entre los heridos están el general Hernández Toledo y otros doce militares. Un soldado falleció”. “El número de civiles que perdieron la vida o resultaron lesionados es todavía impreciso”.

Lógicamente, el gubernamental diario El Nacional señalaba: “El Ejército tuvo que repeler a los Franco-tiradores (sic): García Barragán”. Una excepción muy notable, días después, fue la revista Siempre, de don José Pagés Llergo, que si bien tuvo entre sus comentaristas una diversidad de opiniones y enfoques, la caricatura de la portada fue absolutamente reveladora: el gorila con la boca llena de sangre, blandiendo un garrote, caminando por la Plaza, pletórica de caídos.

Mención aparte me merece la revista Porqué, de Mario Menéndez Rodríguez, quien se atrevió a publicar una edición extraordinaria con fotografías y reseñas de las escenas dantescas de cuerpos sin vida tirados en la Plaza, en las calles y en las instalaciones forenses de la ciudad. Él llegó a la conclusión de que el régimen debía cambiarse mediante las armas y se fue a la guerrilla. Tiempo después fue apresado y estuvo en prisión cumpliendo una larga condena, hasta que fue liberado en un intercambio por el rector de la Universidad Autónoma de Guerrero  (UAG), Jaime Castrejón Díez, secuestrado por guerrilleros liderados por Genaro Vázquez Rojas, en la misma entidad.

Para mí, la información publicada por la prensa mexicana, no fue otra cosa que una sarta de calumnias, mentiras y verdades a medias y dio plena justificación al epíteto que tantas veces lanzamos al marchar por las calles: “Prensa vendida”. Vendida y amordazada por el control que en esa época ejercía el gobierno a través del papel (la empresa paraestatal PIPSA tenía el monopolio) que se importaba para que los diarios pudiesen ser impresos. La prensa que intentaba ejercer su derecho a la crítica, enfrentaba inmediatamente problemas al solicitar abastecimiento de ese material indispensable, así que incluso se ejercía la autocensura.

No es que desconozca que unos cuantos jóvenes (estudiantes o no) hubieran acudido al mitin portando armas de fuego (básicamente de pequeño calibre); pienso particularmente en los muchachos de la Vocacional 7, que unos días antes fueron masacrados al ingresar el ejército a su plantel, o algunos otros politécnicos y universitarios que enfrentaron la brutalidad de soldados y granaderos cuando trataban de manifestarse pacíficamente y que pensaron que para esa ocasión iban a ir preparados para defenderse de una nueva agresión injustificada.

Yo me pregunto: ¿acaso los manifestantes provocamos al ejército? ¿porqué se dio la orden de ingresar a la Plaza, si no estábamos cometiendo delito alguno? ¿Acaso era delito el simple hecho de reunirnos? Y ya habíamos acordado suspender la marcha a Zacatenco y disolvernos al terminar el mitin, precisamente para no caer en provocaciones. Yo fui y seré hasta el fin, testigo ocular, de que los primeros disparos salieron de las armas que portaban los agentes de la DFS con su guante blanco como distintivo y también testifiqué su presencia frente al monumento a la Revolución, horas antes de la masacre. ¿Cuál es la provocación a que aludieron algunos periódicos? ¿Francotiradores? Yo vi, al igual que en otros mítines en Tlatelolco, que las azoteas estaban ocupadas por agentes policiacos sin uniforme, no por estudiantes. Entonces, ¿fueron esos los presuntos francotiradores?

En los días siguientes nos reuníamos en casa de algunos compañeros e intercambiábamos nuestras terribles y dolorosas experiencias. Recuerdo un compañero que aseguraba haberse refugiado en una panadería que existía en el edificio siguiente al Chihuahua en dirección oriente. Que estaba repleto de personas con ataques de pánico e histeria y que de pronto apareció un soldado que, al verlos, disparó su arma automática hiriendo a varias personas de edad diversa; otro, contó que al iniciar la huida cayó entre unos maceteros y que un soldado saltó junto a él, intentando cubrirse de disparos que aparentemente provenían de un helicóptero; el soldado, según el compañero, únicamente le dijo: cúbrete, porque éstos del helicóptero solo quieren sangre, no importa de quien. Y así, fueron cientos de narraciones que fui conociendo. Recuerdo el escándalo que armó la periodista italiana Oriana Falacci, quien resultó herida de bala y según ella misma afirmó, la llevaron como fallecida a los servicios forenses, al señalar que Tlatelolco fue una masacre peor de lo que había visto como corresponsal de guerra en varios conflictos internos e internacionales.

La “verdad histórica”, término que los gobiernos del PRI pusieron de moda con motivo de la masacre de los estudiantes de Ayotzinapa en septiembre de 2014, no puede ser, no pudo ser ni podrá ser suplantada por las tergiversadas versiones que los distintos gobiernos han tratado de utilizar para echar la culpa a quienes solamente hacíamos uso de nuestros derechos constitucionales.

La terrible masacre de Tlatelolco dejó al estudiantado en una condición de perplejidad, de desaliento y desesperanza; terminó desmovilizado en pocas semanas, convenciéndose unos de que el único camino a seguir era la vía armada, por lo que algunos jóvenes intentaron y lograron enrolarse con los movimientos armados que tenían presencia en Guerrero, fundamentalmente. Otros, destrozadas sus esperanzas y anhelos democratizadores, nos unimos, temporal, imperceptiblemente y con diversa intensidad, al movimiento hippie (la onda) que floreció grandemente en México luego del 2 de octubre y que tuvo su expresión más acabada en el festival musical de Avándaro, en septiembre de 1971, donde nos reunimos más de 200 mil jóvenes a escuchar música de Rock. Obviamente, este escape tampoco fue del agrado de las autoridades, que prohibieron durante décadas la realización de otros festivales al aire libre, quedando solamente la posibilidad de realizarlos dentro de las instalaciones de Ciudad Universitaria.

Pero pese a toda nuestra rabia contra el gobierno y la sociedad misma que se hizo de la vista gorda ante la matanza, poco a poco comprendimos que nuestras vidas debían seguir un curso que nos permitiera superar el trauma y tener un proyecto vital personal razonablemente aceptable, por lo que cada uno debió tomar sus propias decisiones. En mi caso, comprendí que la carrera que me había atraído me facilitaba mis anhelos de superación. No habiendo tenido nunca el espíritu de la ganancia propia del capitalismo, por lo que bajo ninguna circunstancia me interesó laborar en empresas, asumí que mi destino estaba en el servicio público, aun cuando necesariamente habría de tener vasos comunicantes con la política (que en el estilo mexicano de practicarla y que ha prevalecido desde tiempos inmemoriales es deleznable), y específicamente, en el servicio exterior de carrera.

Dos décadas después, mientras me desempeñaba como Consejero en la embajada de México en Japón, me correspondió atender a un alto funcionario del gobierno del Distrito Federal, Guillermo Cosío Vidaurri, que creo era en ese entonces secretario general o tenía un cargo parecido, quien visitaba el país en el contexto de la cooperación en materia penitenciaria entre ambos gobiernos. Durante una cena que le ofreciera el titular de la embajada, a la cual asistí como parte de mi encargo de acompañarlo y apoyarlo en su agenda de trabajo con la contraparte japonesa, surgió casualmente el tema del movimiento estudiantil de 1968 y, lógicamente, de la matanza de Tlatelolco. Cosío Vidaurri dijo con absoluto desparpajo que esa había sido una conjura comunista contra el gobierno de Díaz Ordaz, cuyas decisiones alabó con vehemencia y reiteró la versión de que los estudiantes disparamos contra el ejército. Yo sentí que la sangre me hirvió, no pude aguantar y le espeté que eso era una mentira absoluta y que yo había estado ahí, precisamente junto al asta bandera, frente al edificio Chihuahua y por lo tanto, era testigo de primera mano de que los mencionados “hombres del guante blanco”, que eran agentes de la DFS, fueron quienes hicieron los primeros disparos desde donde se habían concentrado, abajo del edificio Chihuahua, con todo y sus gabardinas y su guante blanco. Cosío intentó aún sacar otros argumentos igualmente sin sustento para justificar la masacre, pero lo paré en seco diciéndole que fue un crimen de Estado y que en algún momento la verdad finalmente terminará saliendo a la luz.

Posteriormente, Cosío comentó al embajador que era yo “demasiado radical” y que, por ello, “no iba a llegar”. Los gobiernos priistas me vieron siempre con desconfianza (decían: no es miembro del partido, solamente es “institucional”) y los del PAN, aún peor (caso bochornoso que comentaré en otro próximo artículo). No me importó en ese momento y no me importa ahora. Considero ser una persona con principios y ética y ello siempre me ha obligado a preservar y defender la verdad, así hayan pasado cincuenta años.

Una verdad muy dolorosa para un pueblo noble como el nuestro: que ambos partidos han gobernado demasiado tiempo (mucho más el PRI, desde luego, pero el Pan en tan solo dos sexenios se mimetizó de inmediato con éste), sin contrapesos reales, sin división de poderes e impulsados básicamente por la codicia, y se han aprovechado hasta el cansancio de la paciencia de los mexicanos de a pie. Han cometido fechorías y gigantescos latrocinios con la hacienda pública, han adoptado la violencia política como escudo defensivo de una clase política cada vez menos presentable, violan derechos humanos a diestra y siniestra; han asesinado, con un manto de presunta legalidad, a cientos de miles de compatriotas que, cuando menos, merecían un debido proceso; han desaparecido igualmente a miles de mexicanos que les resultaban incómodos y han solapado abusos y crímenes contra las mujeres simplemente por serlo; en fin, han adoptado durante décadas políticas públicas engañosas para enriquecerse ilícitamente, cuyos resultados son, además de mantener a una enorme porción de la población en la pobreza, empujar a muchos compatriotas, en su desesperación, a incrementar las filas del crimen organizado. La Historia no los debe absolver.

 

 

 

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